Carlos Fuentes: La Frontera de Cristal

martes, noviembre 22, 2016




La frontera de cristal (1995)  de Carlos Fuentes no es la primera obra en la que el escritor mexicano trata el tema de la frontera. Ya lo abordó con anterioridad en 1992, en su obra The buried mirror: Reflexions on Spain and the New World (1992) y también, varios años antes, en su novela Gringo viejo (1985). A diferencia de El espejo enterrado y Gringo viejo, en La frontera de cristal el significado de frontera adquiere un sentido más amplio que el puramente geopolítico. Significa no solo la separación territorial entre México y Estados Unidos sino también la división entre las experiencias y vivencias personales de unos personajes donde quiera que vivan. En La frontera de cristal estos últimos cambian, se transforman a lo largo de la novela, evolucionan…cruzan fronteras: la geográfica, sexual, de clase, raza, cultura e idioma. Esta evolución culmina en un personaje especialmente importante en la novela: José Francisco. Aunque no aparece hasta el último relato, es una figura esencial que transforma y supera el propio concepto de “frontera” en el ámbito mexicanoamericano que Fuentes expone, a través de la voz del narrador en tercera persona, al principio de su novela: “una frontera ilusoria, de cristal, porosa, por donde circulan cada año millones de personas, ideas, mercancías, todo” (Fuentes, La frontera de cristal 30). Esta separación territorial es concebida de una manera optimista y positiva, que implica transparencia e igualdad de oportunidades para ver lo que hay al otro lado, facilidad de paso, prosperidad, posibilidades de cambio y de intercambio económico y cultural. Sin embargo, veremos que esta concepción cambia a lo largo de la novela.


La identidad y el sujeto fronterizo en La frontera de cristal

La identidad de los personajes de Fuentes no puede definirse ni entenderse desde una perspectiva tradicional. Identificarlos como seres cuyos rasgos propios los definen frente a los demás o por la conciencia que tienen de sí mismos no nos ayudaría mucho a entenderlos. Como señala Carla Kaplan (2007), las versiones tradicionales de identidad han sido puestas en tela de juicio en las últimas décadas por las teorías y concepciones postmodernas de la subjetividad. Según esta escritora, por una parte, existe una identidad individual que define nuestra personalidad. Por otra, se encuentra la identidad social que funciona como un conjunto de identificaciones diversas que negocian sus diferencias y conflictos culturales, siempre en competencia unas con otras. En este contexto conceptual de la diversidad y la complejidad es precisamente en el que debe entenderse el personaje de José Francisco, un estadounidense de familia mexicana, pero nacido y establecido en Estados Unidos. Él vive una dualidad conflictiva que a lo largo de su vida le ha planteado dilemas desgarradores como ¿qué es primero ser mexicano o estadounidense? ¿A qué país? ¿A qué cultura? ¿A qué idioma debe su lealtad? 


Tomado de: Miguel Santos González,  El sujeto fronterizo en La frontera de cristal de Carlos Fuentes  



A continuación,  presentamos el cuento La Frontera de Cristal,  de la novela del mismo nombre.




LA FRONTERA DE CRISTAL

A Jorge Bustamante


1

En la primera clase del vuelo sin escalas de Delta de la ciudad de México a Nueva York, viajaba don Leonardo Barroso Lo acompañaba una bellísima mujer de melena negra, larga y lustrosa La cabellera parecía el marco de una llamativa barba partida, la estrella de ese rostro Don Leonardo, a los cincuenta y tantos años, se sentía orgulloso de su compañía femenina Ella iba sentada junto a la ventana y se adivinaba a sí misma en el accidente, la variedad, la belleza y la lejanía del paisaje y el cielo Sus enamorados siempre le habían dicho que tenía párpados de nube y una ligera borrasca en las ojeras Los novios mexicanos hablan como serenata

Lo mismo miraba Michelina desde el cielo, recordando las épocas de la adolescencia cuando sus novios le llevaban gallo y le escribían cartas almibaradas Párpados de nube, ligera borrasca en las ojeras Suspiró No se podía tener quince años toda la vida ¿Por qué, entonces, le regresaba súbitamente la nostalgia indeseada de su juventud, cuando iba a bailes y la cortejaban los niños bien de la sociedad capitalina?

Don Leonardo prefería sentarse junto al pasillo A pesar de la costumbre, le seguía poniendo nervioso la idea de ir metido en un lápiz de aluminio a treinta mil pies de altura y sin visible sostén En cambio, le satisfacía enormemente que este viaje fuese el producto de su iniciativa

Apenas aprobado el Tratado de Libre Comercio, don Leonardo inició un intenso cabildeo para que la migración obrera de México a los Estados Unidos fuese clasificada como “servicios”, incluso como “comercio exterior”

En Washington y en México, el dinámico promotor y hombre de negocios explicó que la principal exportación de México no eran productos agrícolas o industriales, ni maquilas, ni siquiera capital para pagar la deuda externa (la deuda eterna), sino trabajo Exportábamos trabajo más que cemento o jitomates El tenía un plan para evitar que el trabajo se convirtiera en un conflicto Muy sencillo: evitar el paso por la frontera Evitar la ilegalidad

—Van a seguir viniendo —le explicó al Secretario del Trabajo Robert Reich— Y van a venir porque ustedes los necesitan Aunque en México sobre empleo, ustedes necesitarán trabajadores mexicanos

—Legales —dijo el secretario— Legales sí, ilegales no

—No se puede creer en el libre mercado y en seguida cerrarle las puertas al flujo laboral Es como si se lo cerraran a las inversiones ¿Qué pasó con la magia del mercado?

—Tenemos el deber de proteger nuestras fronteras —continuó Reich— Es un problema político Los Republicanos están explotando el creciente ánimo contra los inmigrantes

—No se puede militarizar la frontera —don Leonardo se rascó con displicencia la barbilla, buscando allí la misma hendidura de la belleza de su nuera— Es demasiado larga, desértica, porosa No pueden ustedes ser laxos cuando necesitan a los trabajadores y duros cuando no los necesitan

—Yo estoy a favor de todo lo que añada valor a la economía norteamericana —dijo el secretario Reich— Sólo así vamos a añadir valor a la economía del mundo —o viceversa— ¿Qué propone usted?

Lo que propuso don Leonardo era ya una realidad y viajaba en clase económica Se llamaba Lisandro Chávez y trataba de mirar por la ventanilla pero se lo impedía su compañero de la derecha que miraba intensamente a las nubes como si recobrara una patria olvidada y cubría la ventanilla con las alas de su sombrero de paja laqueada A la izquierda de Lisandro, otro trabajador dormía con el sombrero empujado hasta el caballete de la nariz Sólo Lisandro viajaba sin sombrero y se pasaba la mano por la cabellera negra, suave, rizada, se acariciaba el bigote espeso y recortado, se restregaba de vez en cuando los párpados gruesos, aceitosos

Cuando subió al avión vio enseguida al famoso empresario Leonardo Barroso sentado en la primera clase El corazón le dio un pequeño salto a Lisandro Reconoció sentada junto a Barroso a una muchacha que él trató de joven, cuando iba a fiestas y bailes en las Lomas, el Pedregal y Polanco Era Michelina Laborde y todos los muchachos querían sacarla a bailar Querían, en realidad, abusar un poco de ella

Es de la rancia pero no tiene un clavo —decían los demás muchachos— Abusado No te vayas a casar con ella No hay dote

Lisandro la sacó a bailar una vez y ya no se acuerda si se lo dijo o sólo lo pensó, que los dos eran pobres, tenían eso en común, eran invitados a estas fiestas porque ella era de una familia popoff y él porque iba a la misma escuela que los chicos ricos, pero era más lo que los asemejaba que lo que los diferenciaba ¿no le parecía a ella?

El no recuerda qué cosa le contestó Michelina, no recuerda siquiera si él le dijo esto en voz alta o sólo lo pensó Luego otros la sacaron a bailar y él nunca la volvió a ver Hasta hoy

No se atrevió a saludarla ¿Cómo lo iba a recordar? ¿Qué le iba a decir? ¿Recuerdas hace once años nos conocimos en una fiesta del Cachetón Casillas y te saqué a bailar? Ella ni lo miró Don Leonardo sí, levantó los ojos de su lectura de la revista Fortune, donde se llevaba la cuenta minuciosa de los hombres más ricos de México y, por fortuna, una vez más, se le omitía a él Ni él ni los políticos ricos aparecían nunca Los políticos porque ningún negocio suyo llevaba su nombre, se escondían detrás de las capas de cebolla de múltiples asociados, prestanombres, fundaciones Don Leonardo los había imitado Era difícil atribuirle directamente la riqueza que realmente era suya

Levantó la mirada porque vio o sintió a alguien distinto Desde que empezaron a subir los trabajadores contratados como servicios, don Leonardo primero se congratuló a sí mismo del éxito de sus gestiones, luego admitió que le molestaba ver el paso por la primera clase de tanto prieto con sombrero de paja laqueada, y por eso dejó de mirarlos Otros aviones tenían dos entradas, una por delante, otra por atrás Era un poco irritante pagar primera clase y tener que soportar el paso de gente mal vestida, mal lavada

Algo le obligó a mirar y fue el paso de Lisandro Chávez, que no llevaba sombrero, que parecía de otra clase, que tenía un perfil diferente y que venía preparado para el frío de diciembre en Nueva York Los demás iban con ropa de mezclilla No les habían avisado que en Nueva York hacía frío Lisandro tenía puesta una chamarra de cuadros negros y colorados, de lana, con zipper hasta la garganta Don Leonardo siguió leyendo Fortune Michelina Laborde de Barroso bebió lentamente su copa de Mimosa

Lisandro Chávez decidió cerrar los ojos el resto del viaje Pidió que no le sirvieran la comida, que lo dejaran dormir La azafata lo miró perpleja Eso sólo se lo piden en primera clase Quiso ser amable: —Nuestro pilaf de arroz es excelente En realidad, una pregunta insistente como un mosquito de acero le taladraba la frente a Lisandro: ¿Qué hago yo aquí? Yo no debía estar haciendo esto Este no soy yo

Yo —el que no estaba allí— había tenido otras ambiciones y hasta la secundaria su familia se las pudo fomentar La fábrica de gaseosas de su padre prosperaba y siendo México un país caliente, siempre se consumirían refrescos Mientras más refrescos, más oportunidades para mandar a Lisandro a escuelas privadas, engancharse con una hipoteca para la casa en la Colonia Cuauhtémoc, pagar las mensualidades del Chevrolet y mantener la flotilla de camiones repartidores Ir a Houston una vez al año, aunque fuera un par de días, pasearse por los shopping malls, decir que se habían internado para su chequeo médico anual Lisandro caía bien, iba a fiestas, leía a García Márquez, con suerte el año entrante dejaría de viajar en camión a la escuela, tendría su propio Volkswagen

No quiso mirar hacia abajo porque temía descubrir algo horrible que quizás sólo desde el cielo podía verse; ya no había país, ya no había México, el país era una ficción o, más bien, un sueño mantenido por un puñado de locos que alguna vez creyeron en la existencia de México Una familia como la suya no iba a aguantar veinte años de crisis, deuda, quiebra, esperanzas renovadas sólo para caer de nueva cuenta en la crisis, cada seis años, cada vez más, la pobreza, el desempleo Su padre ya no pudo pagar sus deudas en dólares para renovar la fábrica, la venta de refrescos se concentró y consolidó en una par de monopolios, los fabricantes independientes, los industriales pequeños, tuvieron que malbaratar y salirse del mercado, ahora qué trabajo voy a hacer, se decía su padre caminando como espectro por el apartamento de la Narvarte cuando ya no fue posible pagar la hipoteca de la Cuauhtémoc, cuando ya no fue posible pagar la mensualidad del Chevrolet, cuando su madre tuvo que anunciar en la ventana SE HACE COSTURA, cuando los ahorritos se evaporaron primero por la inflación del 85 y luego por la devaluación del 95 y siempre por las deudas acumuladas, impagables, fin de escuelas privadas, ni ilusiones de tener coche propio, tu tío Roberto tiene buena voz, se gana unos pesos cantando y tocando la guitarra en una esquina, pero todavía no caemos tan bajo, Lisandro, todavía no tenemos que ir a ofrecernos como destajo frente a la Catedral con las herramientas en la mano y el anuncio de nuestra profesión en un cartelito PLOMERO CARPINTERO MEC_NICO ELECTRICISTA ALBAÑIL, todavía no caemos tan bajo como los hijos de nuestros antiguos criados, que han tenido que irse a las calles, interrumpir la escuela, vestirse de payasos y pintarse la cara de blanco y tirar pelotitas al aire en el crucero de Insurgentes y Reforma, ¿recuerdas el hijo de la Rosita, que jugabas con él cuando nació aquí en la casa?, bueno, digo en la casa que teníamos antes en Río Nazas, pues ya se murió, creo que se llamaba Lisandro como tú, claro, se lo pusieron para que fuéramos los padrinos, tuvo que salirse de su casa a los diecisiete años y se volvió tragafuegos en los cruceros, se pintó dos lágrimas negras en la cara y tragó fuego durante un año, haciendo buches de gasolina, metiéndose una estopa ardiente en la garganta, hasta que se le desbarató el cerebro, Lisandro, el cerebro se le deshizo, se volvió como una masa de harina, y eso que era el más grande de la familia, la esperanza, ahora los más chiquitos venden kleenex, chicles, me contó desesperada Rosita nuestra criada, te acuerdas de ella, que la lucha con los más pequeños es que no empiecen a inhalar goma para atarantarse de trabajar en las calles, con bandas de niños sin techo que compiten con los perros callejeros en número, en hambre, en olvido: Lisandro, ¿qué le va a decir una madre a unos niños que salen a la calle para mantenerla a ella, para traer algo a la casa?, Lisandro, mira tu ciudad hundiéndose en el olvido de lo que fue pero sobre todo en el olvido de lo que quiso ser: no tengo derecho a nada, se dijo un día Lisandro Chávez, tengo que unirme al sacrificio de todos, al país sacrificado, mal gobernado, corrupto, insensible, tengo que olvidar mis ilusiones, ganar lana, socorrer a mis jefes, hacer lo que menos me humille, un trabajo honesto, un trabajo que me salve del desprecio hacia mis padres, del rencor hacia mi país, de la vergüenza de mí mismo pero también de la burla de mis amigos; llevaba años tratando de juntar cabos, tratando de olvidar las ilusiones del pasado, despojándose de las ambiciones del futuro, contagiándose de la fatalidad, defendiéndose del resentimiento, orgullosamente humillado en su tesón de salir adelante a pesar de todo: Lisandro Chávez, veintiséis años, ilusiones perdidas, y ahora nueva oportunidad, ir a Nueva York como trabajador de servicios, sin saber que don Leonardo Barroso había dicho:

—¿Por qué todos tan prietos, tan de a tiro nacos?

—Son la mayoría, don Leonardo El país no da para más

—Pues a ver si me buscan uno por lo menos con más cara de gente decente, más criollito, pues, me lleva Es el primer viaje a Nueva York ¿Qué clase de impresión vamos a hacer, compañero?

Y ahora, cuando Lisandro pasó por la primera clase, don Leonardo lo miró y no se imaginó que era uno de los trabajadores contratados y deseó que todos fueran como este muchacho obrero pero con cara de gente decente, con facciones finas pero un mostachón como de mariachi bien dotado y, caray, menos moreno que el propio Leonardo Barroso Distinto, se fijó el millonario, un muchacho distinto, ¿no se te hace, Miche? Pero su nuera y amante ya se había dormido


2

Cuando aterrizaron en JFK en medio de una tormenta de nieve, Barroso quiso bajar cuanto antes, pero Michelina estaba acurrucada junto a la ventanilla, cubierta por una colcha y con la cabeza acomodada en una almohada Se hizo la remolona Deja que bajen todos, le pidió a don Leonardo

El quería salir antes para saludar a los encargados de reunir a los trabajadores mexicanos contratados para limpiar varios edificios de Manhattan durante el fin de semana, cuando las oficinas estaban vacías El contrato de servicios lo hacía explícito: vendrán de México a Nueva York los viernes en la noche para trabajar los sábados y domingos, regresando a la ciudad de México los domingos por la noche

Con todo y los pasajes de avión, sale más barato que contratar trabajadores aquí en Manhattan Nos ahorramos entre el 25 y el 30 por ciento —le explicaron sus socios gringos

Pero se les había olvidado decirles a los mexicanos que hacía frío y por eso don Leonardo, admirado de su propio humanismo, quería bajar primero para advertir que estos muchachos requerían chamarras, mantas, alguna cosa

Empezaron a pasar y la verdad es que había de todo Don Leonardo duplicó su orgullo humanitario y, ahora, nacionalista El país estaba tan amolado, después de haber creído que ya la había hecho; soñamos que éramos del primer mundo y amanecimos otra vez en el tercer mundo Hora de trabajar más por México, no desanimarse, encontrar nuevas soluciones Como ésta Había de todo, no sólo el muchacho bigotón con la chamarra a cuadros, otros también en los que el empresario no se había fijado porque el estereotipo del espalda mojada, campesino con sombrero laqueado y bigote ralo se lo devoraba todo Ahora empezó a distinguirlos, a individualizarlos, a devolverles su personalidad, dueño como lo era de cuarenta años de tratar con obreros, gerentes, profesionistas, burócratas, todos a su servicio, siempre a su servicio, nunca nadie por encima de él, ése era el lema de su independencia, nadie, ni el presidente de la república, por encima de Leonardo Barroso, o como les decía a sus socios norteamericanos,

—I am my own man I_m just like you, a selfmade man I don_t owe nobody nothing

No le negaba esa distinción a nadie Además del chico bigotón y guapo, Barroso quiso diferenciar a los jóvenes de provincia, vestidos de una cierta manera, más retrasados, pero también más llamativos y a veces más grises, que los chilangos de la ciudad de México, y entre éstos, comenzó a separar de la manada a muchachos que hace unos dos o tres años, cuando la euforia salinista, eran vistos comiendo en un Denny_s o de vacaciones en Puerto Vallarta, o en los multicines de ciudad Satélite Los distinguía porque eran los más tristes, aunque también los menos resignados, los que se preguntaban igualito que Lisandro Chávez, ¿qué hago aquí?, yo no pertenezco aquí Sí, sí perteneces, les habría contestado Barroso, tan perteneces que en México aunque te arrastres de rodillas a la Villa de Guadalupe ni por milagro te vas a ganar cien dólares por dos días de trabajo, cuatrocientos al mes, tres mil pesos mensuales, eso ni la virgencita te los da

Los miró como cosa propia, su orgullo, sus hijos, su idea

Michelina seguía con los ojos cerrados No quería ver el paso de los trabajadores Eran jóvenes Estaban jodidos Pero ella se cansaba de viajar con Leonardo, al principio le gustó, le dio cachet, le costó el ostracismo de algunos, la resignación de otros, la comprensión de su propia familia, nada disgustada, al cabo, con las comodidades que don Leonardo les ofrecía, sobre todo en estas épocas de crisis, ¿qué sería de ellos sin Michelina?, ¿qué sería de la abuela doña Zarina que ya pasaba de los noventa y seguía juntando curiosidades en sus cajas de cartón, convencida de que Porfirio Díaz era el presidente de la república?; ¿qué sería de su padre el diplomático de carrera que conocía todas las genealogías de los vinos de Borgoña y de los castillos del Loira?; ¿qué sería de su madre que necesitaba comodidades y dinero para hacer lo único que de verdad le apetecía: no abrir nunca la boca, ni siquiera para comer porque le daba vergüenza hacerlo en público?; ¿qué sería de sus hermanos atenidos a la generosidad de Leonardo Barroso, a la chambita por aquí, la concesión por allá, el contratito este, la agencia aquella? Pero ahora estaba cansada No quería abrir los ojos No quería encontrar los de ningún hombre joven Su deber estaba con Leonardo No quería, sobre todo, pensar en su marido el hijo de Leonardo que no la extrañaba, que estaba feliz, aislado en el rancho, que no la culpaba de nada, de que anduviera con su papá

Michelina empezó a temer la mirada de otro hombre

Les dieron sus mantas que ellos usaron atávicamente como sarapes y los subieron en autobuses Bastó sentir el frío entre la salida de la terminal y la subida al camión para agradecer la chamarra previsora, la ocasional bufanda, el calor de los demás cuerpos Se buscaban e identificaban socialmente, era perceptible una pesquisa para ubicar al compañero que pudiera parecerse a uno mismo, pensar igual, tener un territorio común Con los campesinos, con los lugareños, siempre había un puente verbal, pero su condición era una especie de formalidad antiquísima, formas de cortesía que no lograban ocultar el patronazgo, aunque nunca faltaran los majaderos que trataban como inferiores a los más humildes, tuteándolos, dándoles órdenes, regañándolos Eso era imposible aquí, ahora Todos estaban amolados y la joda iguala

Entre ellos, los que no tenían cara ni atuendo pueblerinos, se imponía también, por ahora, una reserva angustiosa, una voluntad de no admitir que estaban allí, que las cosas andaban tan mal en México, en sus casas, que no les quedaba más remedio que rendirse ante tres mil pesos mensuales por dos días de trabajo en Nueva York, una ciudad ajena, totalmente extraña, donde no era necesario intimar, correr el riesgo de la confesión, la burla, la incomprensión en el trato con los paisanos de uno

Por eso un silencio tan frío como el del aire corría de fila en fila dentro del autobús donde se acomodaban noventa y tres trabajadores mexicanos y Lisandro Chávez imaginó que todos, en realidad, aunque tuvieran cosas que contarse, estaban enmudecidos por la nieve, por el silencio que la nieve impone, por esa lluvia silenciosa de estrellas blancas que caen sin hacer ruido, disolviéndose en lo que tocan, regresando al agua que no tiene color ¿Cómo era la ciudad detrás de su largo velo de nieve? Lisandro apenas pudo distinguir algunos perfiles urbanos, conocidos gracias al cine, fantasmas de la ciudad, rostros brumosos y nevados de rascacielos y puentes, de almacenes y muelles

Entraron cansados, rápidos, al gimnasio lleno de catres, echaron sus bultos encima de los camastros del ejército americano comprados por Barroso en un almacén de la Army & Navy Supply Store, pasaron al buffet preparado en una esquina, los baños estaban allá atrás, algunos empezaron a intimar, a picarse los ombligos, a llamarse mano y cuate, incluso dos o tres cantaron muy desentonados La barca de oro, los demás los callaron, querían dormir, el día empezaba a las cinco de la mañana, yo ya me voy al puerto donde se halla la barca de oro que ha de conducirme

El sábado a las seis de la mañana, ahora sí era posible sentir, oler, tocar la ciudad, verla aún no, la bruma cargada de hielo la hacía invisible, pero el olor de Manhattan le entraba como un puñal de fierro por las narices y la boca a Lisandro Chávez, era humo, humo agrio y ácido de alcantarillas y trenes subterráneos, de enormes camiones de carga con doce ruedas, de escapes de gas y parrillas a ras de pavimentos duros y brillantes como un piso de charol, en cada calle las bocas de metal se abrían para comerse las cajas y más cajas de frutas, verduras, latas, cervezas, gaseosas que le recordaron a su papá, súbitamente extranjero en su propia ciudad de México, como su hijo lo era en la ciudad de Nueva York, los dos preguntándose qué hacemos aquí, acaso nacimos para esto, no era otro nuestro destino, ¿qué pasó?

—Gente decente, Lisandro Que nadie te diga lo contrario Siempre hemos sido gente decente Todo lo hicimos correctamente No violamos ninguna regla ¿Por eso nos fue tan mal? ¿Por ser gente decente? ¿Por vivir como clase media honorable? ¿Por qué siempre nos va mal? ¿Por qué nunca acaba bien esta historia, hijito?

Evocaba desde Nueva York a su padre perdido en un apartamento de la Narvarte como si anduviera caminando por un desierto, sin refugio, sin agua, sin signos, convirtiendo el apartamento en el desierto de su perplejidad, agarrado en un vértigo de sucesos imprevistos, inexplicables, como si el país entero se hubiese desbocado, saltado las trancas, fugitivo de sí mismo, escapando a gritos y balazos de la cárcel del orden, la previsión, la institucionalidad, como decían los periódicos, la institucionalidad, como decían los periódicos, la institucionalidad ¿Dónde estaba ahora, qué era, para qué servía? Lisandro veía cadáveres, hombres asesinados, funcionarios deshonestos, intrigas sin fin, incomprensibles, luchas a muerte por el poder, el dinero, las hembras, los jotos Muerte, miseria, tragedia En este vértigo inexplicable había caído su padre, rindiéndose ante el caos, incapacitado para salir a luchar, trabajar Dependiente de su hijo como él lo estuvo de niño de su padre ¿Cuánto le pagaban a su madre por coser ropa rota, por tejer eternamente un chal o un suéter?

Ojalá que sobre la ciudad de México cayera también una cortina de nieve, cubriéndolo todo, escondiendo los rencores, las preguntas sin respuesta, el sentimiento de engaño colectivo No era lo mismo mirar el polvo ardiente de México, máscara de un sol infatigable, resignándose a la pérdida de la ciudad, que admirar la corona de nieve que engalanaba los muros grises y las calles negras de Nueva York, y sentir un pulso vital: Nueva York construyéndose a sí misma a partir de su desintegración, su inevitable destino como ciudad de todos, enérgica, incansable, brutal, asesina ciudad del mundo entero, donde todos podemos reconocernos y ver lo peor y lo mejor de nosotros mismos

Este era el edificio Lisandro Chávez se negó a mirar como payo hasta las alturas de los cuarenta pisos; sólo se preguntó cómo iban a limpiar las ventanas en medio de una tormenta de nieve que aveces lograba disolver el perfil mismo de la construcción, como si el rascacielos también estuviera fabricado de hielo Era una ilusión Al clarear tantito el día, podía verse un edificio todo de cristal, sin un solo material que no fuese transparente: una inmensa caja de música hecha de espejos, unida por su propio vidrio cromado, niquelado; un palacio de barajas de cristal, un juguete de laberintos azogados

Venían a limpiarlo por dentro, les explicaron reuniéndolos en el centro del atrio interior que era como un patio de luz gris de cuyos seis costados se levantaban, como acantilados ciegos, seis muros de vidrio puro Hasta los dos elevadores eran de cristal Cuarenta por seis, doscientos sesenta rostros interiores del edificio de oficinas que vivía su vida a la vez secreta y transparente alrededor de un atrio civil, un cubo excavado en el corazón del palacio de juguete, el sueño de un niño en la playa construyendo un castillo, sólo que en vez de arena, le dieron cristales

Los andamios los esperaban para subirlos a los distintos pisos, de acuerdo con la superficie de cada piso en una construcción que se iba angostando, piramidal, al llegar a la cima Como en un Teotihuacan de vidrio, los trabajadores empezaron a subir hasta el piso diez, el veinte, el treinta, para desde allí limpiar los vidrios y descender de diez en diez, armados de limpiadores manuales y con tubos de ácido nomónico en la espalda, como los tanques de oxígeno de un explorador submarino: Lisandro ascendía al cielo de cristal, pero se sentía sumergido, descendiendo a un extraño mar de vidrio en un mundo desconocido, patas arriba

—¿Es seguro el producto? —inquirió Leonardo Barroso

—Segurísimo Es biodegradable Una vez usado, se descompone en elementos inocuos —le contestaron los socios yanquis

—Más les vale Metí una cláusula en el contrato haciéndolos responsables a ustedes por enfermedades de trabajo Aquí uno se muere de cáncer nomás de respirar

—Ah qué don Leonardo —rieron los yanquis— Es usted más duro que nosotros

—Wellcome a tough Mexican —concluía el hombre de negocios

—You_re one tough hombre! —celebraron los gringos


3

Ella había caminado con un sentimiento de gratitud desde su apartamento en la calle 67 Este al edificio situado en Park Avenue El viernes en la noche lo pasó encerrada, dejó órdenes con el portero de no dejar pasar a nadie, menos que a nadie a su ex-marido, cuya voz escuchó toda la noche insistiendo en el teléfono, hablándole al contestador automático, pidiéndole que lo recibiera, mi amor, escucha, déjame hablar, fuimos muy apresurados, debimos pensarlo mejor, esperar a que se cerraran las heridas, tú sabes que yo no quiero dañarte, pero la vida a veces se complica, y yo lo que siempre sabía, hasta en los peores momentos, es que te tenía a ti, podía regresar a ti, tú entenderías, tú perdonarías, porque si el caso fuera al revés, yo te habría perdonado a

—¡No! —le gritó la mujer desesperada al teléfono, a la voz de su ex-marido invisible para ella— ¡No! Te lo habrías cobrado cruel, egoístamente, me habrías esclavizado con tu perdón

Pasó una noche temerosa, yendo y viniendo por el apartamento pequeño pero bien arreglado, hasta lujoso en muchos detalles, yendo y viniendo entre el ventanal con las cortinas de paño abiertas para entregarse al lujoso escenario de la nieve, y el ojo deformado del cíclope que protege a la gente de la asechanza eterna, la amenaza desvelada de la ciudad, el hoyo de cristal en la puerta que permite ver el pasillo, ver sin ser visto, pero ver a un mundo deformado, submarino, el ojo ciego de un tiburón fatigado pero que no puede darse el lujo de descansar Se ahogaría, se iría al fondo del mar Los tiburones tienen que moverse eternamente para sobrevivir

No sintió temor a la mañana siguiente La tormenta había cesado y la ciudad estaba polveada de blanco, como para una fiesta Faltaban tres semanas para la Navidad y todo se engalanaba, se llenaba de luces, brillaba como un gran espejo Su marido jamás se levantaba antes de las nueve Eran las siete cuando ella salió para caminar a la oficina Dio gracias de que este fin de semana le brindara la ocasión de encerrarse a trabajar, poner los papeles al día, dictar instrucciones, todo sin telefonazos, sin faxes, sin bromas de los compañeros, sin el ritual de la oficina neoyorquina, la obligación de ser a la vez indiferente y gracioso, tener el wise-crack, la broma, a flor de labios, saber cortar las conversaciones y los telefonazos con rudeza, nunca tocarse, sobre todo nunca tocarse físicamente, jamás un abrazo, ni siquiera un beso social en las mejillas, los cuerpos apartados, las miradas evitables Qué bueno Aquí no la encontraría su marido El no tenía idea Se volvería loco llamándola, tratando de colarse al apartamento

Una mujer que se sentía libre esa mañana Había resistido al mundo externo A su marido, ahora exterior a ella, expulsado de la interioridad, física y emocional, de ella Resistía a la multitud que la absorbía todas las mañanas al caminar al trabajo, haciéndola sentirse parte de un rebaño, insignificante individualmente, despojada de importancia: ¿no hacían los centenares de personas que en cualquier momento de la mañana transitaban la cuadra de Park entre la 67 y la 66 algo tan importante o más que lo que ella hacía, o quizás tan poco importante, o menos?

No había caras felices

No había caras orgullosas de lo que hacían

No había caras satisfechas de su ocupación

Porque la cara trabajaba también, guiñaba, gesticulaba, ponía los ojos en blanco, hacía muecas de horror fingido, de asombro real, de escepticismo, de falsa atención, de burla, de ironía, de autoridad: rara vez, se dijo caminando rápidamente, gozando la soledad de la ciudad nevada, rara vez daba ella o le daban el rostro verdadero, espontáneo, sin la panoplia de gestos aprendidos para agradar, convencer, atemorizar, imponer respeto, compartir intrigas

Sola, inviolable, dueña de sí misma, posesionada de todas las partes de su cuerpo y de su alma, adentro y afuera, unida, entera La mañana fría, la soledad, el paso firme, elegante propio, le dieron todo eso en el camino entre su apartamento y su oficina

Esta estaba llena de trabajadores Se olvidó Se rió de sí misma Había escogido para estar sola el día en que iban a limpiar los cristales interiores del edificio Lo habían anunciado a tiempo Se olvidó Ascendió sonriendo al último piso, sin mirar a nadie, como un pájaro que confunde su jaula con su libertad Caminó por el pasillo del piso cuarenta —muros de cristal, puertas de vidrio, vivían suspendidos en el aire, hasta los pisos eran de un cristal opaco, el arquitecto era un tirano y había prohibido tapetes en su obra maestra de cristal— Entró a su despacho, situado entre el pasillo de cristal y el atrio interior No tenía vista a la calle No circulaba el aire contaminado de la calle Puro aire acondicionado El edificio estaba sellado, aislado, como ella quería sentirse hoy La puerta daba al corredor Pero todo el muro de cristal daba al atrio y a veces a ella le gustaba que su mirada se desplomase cuarenta pisos convirtiéndose, en el trayecto, en copo de nieve, en pluma, en mariposa

Cristal sobre el corredor Cristales a los costados, de manera que las dos oficinas junto a la suya también eran transparentes, obligando a sus colegas a guardar una cierta circunspección en sus hábitos físicos, pero manteniendo una buena naturalidad de costumbres a pesar de todo Quitarse los zapatos, poner los pies sobre la mesa, les era permitido a todos, pero los hombres podían rascarse las axilas y entre las piernas, las mujeres no Pero las mujeres podían mirarse en el espejo y retocarse el maquillaje Los hombres —salvo algunas excepciones— no

Miró frente a ella, al atrio, y lo vio a él


4

A Lisandro Chávez lo subieron solo en el tablón hasta el piso más alto A todos les habían preguntado si sufrían de vértigo y él recordó que a veces sí, una vez en una rueda de la fortuna en una feria le dieron ganas de tirarse al vacío, pero se calló

Al principio, ocupado en acomodar sus trapos e instrumentos de limpieza, pero sobre todo preocupado por ponerse cómodo él mismo, no la vio a ella, no miró hacia adentro Su objetivo era el cristal Se suponía que en sábado nadie iba a trabajar en la oficina

Ella lo vio primero y no se fijó en él Lo vio sin verlo Lo vio con la misma actitud con que se ve o deja de ver a los pasajeros que la suerte nos deparó al tomar un elevador, abordar un autobús u ocupar una butaca en un cine Ella sonrió Su trabajo de ejecutiva de publicidad la obligaba a tomar aviones para hablar con clientes en un país del tamaño del universo, los USA Nada temía tanto como un compañero de fila hablantín, de esos que te cuentan sus cuitas, su profesión, el dinero que ganan, y acaban, después de tres Bloody Marys, poniéndote la mano sobre la rodilla Volvió a sonreír Había dormido muchas veces con varios desconocidos al lado, envueltos cada uno en su frazada de avión, como amantes virginales

Cuando los ojos de Lisandro y los de Audrey se encontraron, ella hizo un saludo inclinando la cabeza, como se saluda, por cortesía, a un mesero de restorán, con menos efusividad que al portero de una casa de apartamentos Lisandro había limpiado bien la primera ventana, la de la oficina de Audrey, y a medida que le arrancaba una leve película de polvo y ceniza, ella fue apareciendo, lejana y brumosa primero, después acercándose poco a poco, aproximándose sin moverse, gracias a la claridad creciente del cristal Era como afocar una cámara Era como irla haciendo suya

La transparencia del cristal fue develando el rostro de ella La iluminación de la oficina iluminaba la cabeza de la mujer desde atrás, dándole a su cabellera castaña la suavidad y el movimiento de un campo de cereales cuyas espigas se enredaban en ala bonita trenza rubia que le caía como un cordón por la nuca Allí en la nuca se concentraba más luz que en el resto de la cabeza La luz de la nuca mientras ella apartaba la trenza blanca y tierna, destacando la rubia ondulación de cada vello que ascendía desde la espalda, como un manojo de semillas que van a encontrar su tierra, su fertilidad gruesa y sensual en la masa de cabellera trenzada

Trabajaba con la cabeza agachada sobre los papeles, indiferente a él, indiferente al trabajo de los otros, servil, manual, tan distinto del de ella, empeñada en encontrar una buena frase, llamativa, catchy, para un anuncio televisivo de la Pepsi Cola El sintió incomodidad, miedo de distraerla con el movimiento de sus brazos sobre el cristal Si ella levantaba la cara, ¿lo haría con enojo, molesta por la intrusión del trabajador?

¿Cómo lo miraría, cuando lo volviese a mirar?

—Cristo —se dijo ella en voz baja— Me advirtieron que vendrían trabajadores Espero que este hombre no me esté observando Me siento observada Me estoy enojando Me estoy distrayendo

Levantó la mirada y encontró la de Lisandro Quería molestarse pero no pudo Había en ese rostro algo que la asombró No observó, al principio, los detalles físicos Lo que estremeció su atención fue otra cosa Algo que casi nunca encontraba en un hombre Luchó desesperadamente con su propio vocabulario, ella que era una profesional de las palabras, de los lemas, una palabra que describiera la actitud, el rostro, del trabajador que limpiaba las ventanas de la oficina

La encontró con un relampagazo mental Cortesía Lo que había en este hombre, en su actitud, en su distancia, en su manera de inclinar la cabeza, en la extraña mezcla de tristeza y alegría de su mirada, era cortesía, una ausencia increíble de vulgaridad

—Este hombre —se dijo— nunca me llamaría desesperado por teléfono a las dos de la madrugada pidiéndome excusas Se aguantaría Respetaría mi soledad y yo la suya

¿Qué haría por ti este hombre?, se preguntó enseguida

—Me invitaría a cenar y luego me acompañaría hasta la puerta de mi casa No me dejaría irme sola en un taxi de noche

El vio fugazmente los ojos castaños, grandes y profundos, cuando ella levantó la mirada y se turbó, bajó la suya, siguió con su trabajo, pero recordó en el mismo instante que ella había sonreído ¿Lo imaginaba él, o era cierto? Se atrevió a mirarla La mujer le sonreía, muy brevemente, muy cortésmente, antes de bajar la cabeza y regresar a su trabajo

La mirada bastó No esperaba encontrar melancolía en los ojos de una gringa Le decían que todas eran muy fuertes, muy seguras de sí mismas, muy profesionales, muy puntuales, no que todas las mexicanas fueran débiles, inseguras, improvisadas y tardonas, no, para nada Lo que pasaba era que una mujer que venía a trabajar los sábados tenía que serlo todo menos melancólica, quizás tierna, quizás amorosa Eso lo vio claramente Lisandro en la mirada de la mujer Tenía una pena, tenía un anhelo Anhelaba Eso le decía la mirada —Quiero algo que me falta

Audrey bajó la cabeza más de lo necesario, para perderse en sus papeles Esto era ridículo ¿Iba a enamorarse del primer hombre que pasara por la calle, sólo para romper definitivamente con su marido, hacerlo escarmentar, por puro efecto de rebote? El trabajador era guapo, era lo malo del asunto, tenía esa actitud de caballerosidad insólita y casi insultante, fuera de lugar, como si abusara de su inferioridad, pero también tenía ojos brillantes en los que los momentos de tristeza y alegría se proyectaban con igual intensidad, tenía una piel mate, oliva, sensual, una nariz corta y afilada, con aletas temblorosas, pelo negro, rizado, joven, un bigote espeso Era todo lo contrario de su marido Era —volvió a sonreír— un espejismo

El le devolvió la sonrisa Tenía dientes fuertes, blancos Lisandro pensó que había evitado todos los trabajos que lo rebajaran frente a quienes había conocido cuando era un chico con ambiciones Aceptó una chamba de mesero en Focolare y la situación fue muy penosa cuando tuvo que servir a una mesa de antiguos compañeros de la secundaria Todos habían prosperado, salvo él Los apenó, lo apenaron No sabían cómo llamarlo, qué cosa decirle ¿Te acuerdas del gol que metiste contra el Simón Bolívar? Fue lo más amable que oyó, seguido de un embarazoso silencio

No servía de oficinista, había dejado la escuela después del tercero de secundaria, no sabía taquigrafía ni escribir a máquina Ser taxista era peor Envidiaba a los clientes más ricos, despreciaba a los más pobres, la ciudad de México y su tráfico enmarañado lo sacaban de quicio, lo ponían encabronado, bravucón, mentador de madres, todo lo que no quería ser Dependiente de almacén, empleado de gasolinería, lo que fuera, claro Lo malo es que ni esas chambas había Todos estaban desempleados, hasta los mendigos eran considerados como desempleados, hasta los mendigos eran considerados como desempleados Dio gracias de haber aceptado este trabajo en los Estados Unidos Dio gracias por los ojos de la mujer que ahora lo miraba directamente

No sabía que ella no sólo lo miraba Lo imaginaba Iba un paso por delante de él Lo imaginaba en toda clase de situaciones Ella se llevó el lápiz a los dientes ¿Qué deportes le gustarían? Se veía muy fuerte, muy atlético ¿Películas, actores, le gustaba el cine, la ópera, las series de televisión, qué? ¿Era de los que contaban cómo acababan las películas? Claro que no Eso se notaba en seguida Le sonrió directamente, ¿era de los que soportaban que una mujer como ella no resistiera la tentación de contarle al compañero cómo terminaba la película, la novela policiaca, todo menos la historia personal, eso nunca se sabía cómo iba a terminar?

Quizás él adivinó algo de lo que pasaba por la cabeza de ella Hubiera querido decirle con franqueza, soy distinto, no te fíes de las apariencias, yo no debía estar haciendo esto, esto no soy yo, no soy lo que te imaginas pero no podía hablarle al cristal, sólo podía enamorarse de la luz de los cristales que, ellos sí podían penetrarla, tocarla a ella; la luz les era común

Deseó intensamente tenerla, tocarla aunque fuese a través del cristal

Ella se levantó, turbada, y salió de la oficina

¿Algo la había ofendido? ¿Algún gesto, alguna seña suya habían sido indebidas? ¿Se había propasado por desconocer las formas de cortesía gringas? Se enojó con él mismo por sentir tanto miedo, tanta desilusión, tanta inseguridad Quizás ella se había ido para siempre ¿Cómo se llamaba? ¿Ella se preguntaría lo mismo? ¿Cómo se llamaba él? ¿Qué tenían en común?

Ella regresó con el lápiz labial en la mano

Lo detuvo destapado, erguido, mirando fijamente a Lisandro

Pasaron varios minutos mirándose así, en silencio, separados por la frontera de cristal

Entre los dos se estaba creando una comunidad irónica, la comunidad en el aislamiento Cada uno estaba recordando su propia vida, imaginando la del otro, las calles que transitaban, las cuevas donde iban a guarecerse, las selvas de cada ciudad, Nueva York y México, los peligros, la pobreza, la amenaza de sus ciudades, los asaltantes, los policías, los mendigos, los pepenadores, el horror de dos grandes ciudades llenas de gente como ellos, personas demasiado pequeñas para defenderse de tantas amenazas

—Este no soy yo— se dijo él estúpidamente, sin darse cuenta que ella quería que él fuese él, así, como lo descubrió esa mañana, cuando ella despertó y se dijo: —Dios mío, ¿con quién he estado casada?, ¿cómo es posible?, ¿con quién he estado viviendo?, y luego lo encontró a él y le atribuyó todo lo contrario de lo que odiaba en su marido, la cortesía, la melancolía, no importarle que ella le revelara cómo acababan las películas

El y ella, solitarios

El y ella, inviolables en su soledad

Separados de los demás, ella y él frente a frente una mañana de sábado insólita, imaginándose

El y ella, separados por la frontera de cristal

¿Cómo se llamaban? Los dos pensaron lo mismo Puedo ponerle a este hombre el nombre que más me guste Y él: algunos tienen que imaginar a la amada como una desconocida; él iba a tener que imaginar a la desconocida como una amada

No era necesario decir “sí”

Ella escribió su nombre en el cristal con su lápiz de labios Lo escribió al revés, como en un espejo: YERDUA Parecía un nombre exótico, de diosa india

El dudó en escribir el suyo, tan largo, tan poco usual en inglés Ciegamente, sin reflexionar, estúpidamente quizás, acomplejadamente, no lo sabe hasta el día de hoy, escribió solamente su nacionalidad, NACIXEM

Ella hizo un gesto como pidiendo algo más, dos manos separadas, abiertas; —¿algo más?

No, negó él con la cabeza, nada más

De abajo comenzaron a gritarle, qué haces tanto tiempo allá arriba, no has terminado, no seas güevón, rápido, ya dieron las nueve, tenemos que jalarnos al siguiente edificio

¿Algo más?, pedía el gesto, pedía la voz silenciosa de Audrey

El acercó los labios al cristal  Ella no dudó en hacer lo mismo Los labios se unieron a través del vidrio Los dos cerraron los ojos Ella no los volvió a abrir durante varios minutos Cuando recuperó la mirada, él ya no estaba allí

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